El actor escocés Sean Connery, no solo el primero sino acaso el más representativo James Bond de la historia, tras encarnarlo hasta en siete ocasiones entre las décadas del 60 y del 80, falleció hoy a los 90 años en su residencia de las Islas Bahamas, según informaron sus familiares a la prensa.
El intérprete que supo llevar como ningún otro el traje del agente “007” estaba retirado desde 2003, y desde entonces solo alteraba su enclaustrado descanso en alguna de sus suntuosas mansiones -supo tener hogar en las costas griegas y en Niza, Francia- para disfrutar del golf, que como buen hijo de Escocia era una de sus pasiones.
Nacido en Edimburgo el 25 de agosto de 1930 como Thomas Sean Connery, paseó sus casi 1,90 metros de altura y apuesta estampa por casi cien créditos cinematográficos durante más de cinco décadas, entre los que destaca el legendario personaje creado por Ian Fleming “con licencia para matar”.
A diferencia del ficticio Bond, educado en las mejores instituciones y de maneras sofisticadas, los orígenes de Connery fueron mucho más humildes.
Hijo de un padre católico obrero y una madre protestante que limpiaba casas, el joven Sean (Tommy, por entonces) vivía con ellos en una residencia con baño compartido y sin agua caliente.
Dejó la escuela a los 13 y tuvo que trabajar, como lechero, ladrillero y hasta lustrando ataúdes, hasta que se unió a la Marina Real Británica.
Allí, y antes de ser dado de baja por úlceras estomacales, comenzó a cultivar un físico trabajado a base de pesas, que sumado a su estatura y a su personalidad temperamental, le dieron fama de “tipo duro”.
Las crónicas de su juventud señalan que era muy buen jugador de fútbol y que incluso recibió la oferta para jugar profesionalmente nada menos que en el Manchester United, aunque Connery rechazó la idea porque ya le había picado el bicho de la actuación y, pragmático, sabía que en las tablas tenía la chance de hacer una carrera más duradera que en las canchas.
“Fue una de mis decisiones más inteligentes”, diría él mismo más adelante durante alguna entrevista.
Sus primeras armas las hizo como actor secundario en una puesta del musical “South Pacific”, primero en Edimburgo y luego en una gira por las islas británicas.
Ya hacia 1954 accedió al cine en pequeños papeles, hasta que tres años después el director Cy Enfield, que lo había visto en el escenario, se obsesionó con él y lo incluyó en su película “Hell Drivers”, en la que por primera vez tuvo un papel de cierta relevancia.
Hizo muchos trabajos para la TV británica y ya en Estados Unidos actuó en “La gran aventura de Tarzán” (1959), con Gordon Scott como el “hombre mono”, y formó parte del multitudinario elenco de “El día más largo del siglo” (1962), con varios directores férreamente controlados por el productor Darryl F. Zanuck.
Justamente en 1962 le llegaría el papel que le cambiaría la vida para siempre, cuando de la mano de Terence Young llevaron a James Bond de las novelas a la gran pantalla; sería en el “El satánico Dr. No”.
Su porte seductor, su voz profunda y un carisma innegable no brillaron de inmediato con la prensa, que hablaba más de la impactante Ursula Andress en bikini que del espía del título.
Sin embargo, a partir del año siguiente, con “De Rusia con amor”, el personaje se volvió un éxito, y llegarían detrás “Goldfinger” (1964) -en la Argentina “Dedos de oro”-, de Guy Hamilton; “Operación Trueno” (1965), la tercera de Young; “Solo se vive dos veces” (1967), de Lewis Gilbert; y “Los diamantes son eternos” (1971), de Hamilton, que sería para él la despedida del personaje.
Sin embargo, un mal negocio con un terreno en España lo dejó necesitado de dólares y aceptó hacer una más, doce años después y con el paradójico título de “Nunca digas nunca jamás” (1983), de Irvin Keshner.
Luego de Bond, Connery supo reinventarse y eludir los encasillamientos, y aunque con más arrugas y menos cabello sostuvo su relevancia para Hollywood.
En la década de 1980, encadenó importantes papeles valorados por el público y por la crítica, como el de Guillermo de Baskerville en la adaptación de la novela de Umberto Eco “El nombre de la rosa” (1986).
Al año siguiente se puso en la piel de Jim Malone en la trascendental “Los intocables” de Brian De Palma, por la que ganó el Oscar a mejor actor de reparto; y en 1989 se uniría a Harrison Ford y Steven Spielberg en “Indiana Jones y la última cruzada”, la tercera cinta de la franquicia y en la que el actor escocés demostraba que aún tenía energía para la aventura.
En la década siguiente protagonizó “La caza al Octubre Rojo” (1990) y la cinta de acción “La Roca” (1996) en dupla con Nicholas Cage, seguidos de “Descubriendo a Forrester” (2000), a las órdenes de Gus van Sant.
En 2003, interpretó al líder de una atípica banda de superhéroes en “La liga extraordinaria”, pero la experiencia fue tan mala que decidió que con ella daría cierre a su extensa carrera.
Su nula relación con el director Stephen Norrington y las posteriores pésimas calificaciones que le dedicó el periodismo especializado, le dejaron tal mal sabor de boca que ni siquiera aceptó la invitación de Spielberg cuando éste planificaba la cuarta entrega de “Indiana Jones”.
Desde entonces se dedicó a disfrutar de su fortuna alejado del estilo de vida de Hollywood, y prefería alternar entre sus casas en España, Portugal y el Caribe, donde se encontraba en el último tiempo.
Estaba casado con la artista Micheline Roquebrune, un año más grande que él, y tenía un hijo llamado Jason, fruto de su matrimonio previo con la actriz australiana Diane Cilento, ya fallecida.
Connery recabó muchos honores a lo largo de su trayectoria, entre ellos tres Globos de Oro, dos BAFTA, la unción como Caballero por la Reina Isabel II de Gran Bretaña en 2000 (aunque se sentía sobre todo escocés, como lo prueba su voto por el “Sí” en el referéndum de independencia de 2016) y el placer de haber sido votado popularmente como “el mejor James Bond de la historia”.