James Marshall Hendrix, había nacido en Seattle, pero 25 años antes, en 1942. Del período que va desde su nacimiento hasta 1966, año de su llegada a Londres, se destacan algunas secuencias que reaparecerían de manera alegórica durante su corto pero intenso devenir. Se dice que lo habían expulsado de la escuela secundaria porque el negro intentó “avanzar” a una compañerita blanca. Poco después, en 1961, se alistó en el ejército como paracaidista -una decisión relacionada con evitar una condena por conducir autos robados antes que con el espíritu patriótico-, hasta que un severo esguince de tobillo (otros aseguran que lo echaron por inservible) sufrido durante un aterrizaje lo echó para atrás. El tercer mojón del joven Hendrix –y el más relevante- es que hizo sus primeras armas musicales junto a tipos negros: el pionero del soul Solomon Burke; el saxofonista King Curtis; Wilson Pickett; el cantante Curtis Knight, los Isley Brothers y los Upsetters de Little Richard, entre otros, hasta que formó su propia banda: la Jimmy James and the Blue Flames. Con ella sonaron las primeras versiones de “Foxy Lady”, y los covers “Like a rolling Stone” o “Summertime” en el derruido y mítico “Café Wha?”, del Greenwich Village.
Le bastaron apenas cuatro años. Desde su irrupción en 1966 hasta su muerte en 1970, Jimi Hendrix demostró ser el mejor guitarrista de rock no sólo de su tiempo sino de toda la historia. Su legado musical se mantiene intacto pese al medio siglo que pasó desde su desaparición y pese al poco tiempo en el que elaboró su obra. Fue el guitarrista completo: distorsión y melodía, psicodelia y rock, lirismo y potencia, rock y blues, sexo y espiritualidad, virtuosismo y pasión.
Podía tocar un tema propio, un cover de una canción folk como Hey Joe o Star-Splanged Banner, el himno norteamericano, como en el cierre de su set en Woodstock. El resultado siempre era deslumbrante y novedoso. Iba desde lo dúctil a lo atronador, como si ningún registro le fuera ajeno. En vida publicó tres álbumes definitivos y revolucionarios. Luego de su irrupción, ya nada volvió a ser lo mismo. Cada uno de los guitarristas de rock posteriores (y también la mayoría de sus contemporáneos) son deudores de Hendrix. Su música logra algo poco frecuente. Es cabal representante de una época y al mismo tiempo mantiene la atemporalidad de los clásicos.
Nadie absolutamente lo conocía cuando aterrizó en tierras británicas, precisamente como el paracaidista que había intentado ser en el ejército de Estados Unidos. Chas Chandler, bajista de The Animals, lo había escuchado tocar “Hey Joe” en el “Cafe Wha?” del Village -ese que solían frecuentar Bob Dylan, los Beatles y los Stones- y se la jugó entera por él. Tanto se la jugó que dejó su puesto en la banda de Eric Burdon y se convirtió en representante, productor, confidente, protector y amigo de ese anónimo guitar hero de 23 años. Le pagó los pasajes de ida. Lo vistió. Lo alojó en su departamento. Y le dio de comer, al punto que el mundo le debe a Chandler el hecho de que ese genio haya salido de la lámpara. También a Linda Keith, la mujer de Keith Richards que lo fogoneó tras verlo tocar con los Squires, en el The Cheetah Club. Y luego a Noel Redding y Mitch Michell, claro, que pronto se convertirían en la base rítmica de la Jimi Hendrix Experience.
El debut del fulminante trío fue a mediados de octubre del ’66, en el Novelty de Evreux, París, como telonero del cantante Johnnie Hallyday, y tuvo buena recepción. Pero para que la suerte del principiante no fallara en Londres, los finos ingleses tuvieron que ver a Hendrix arremolinar con su tormentoso sonido la escena del “Scotch of St. James”, en el premonitorio concierto de diciembre de 1966. El rock and roll expansivo, fuerte y hechizante del cherokee obnubiló miradas, oídos y cuerpos. Y ya no hubo forma de frenar el volcán sonoro que manaba de su guitarra zurda, esa que haría trastabillar el liderazgo del mismísimo dios blanco del blues, Eric Clapton, que lo “sufrió” en carne propia cuando lo vio tocar “Killing floor”, durante un concierto de Cream en la Universidad de Westminster.
En el tiempo que demora una nube pasar, Hendrix se transformó en el rey negro del blues blanco a través de hitos que se fueron concatenando. Primero el de noviembre del ’66, cuando John Lennon, Jeff Beck, Pete Townshend y Kevin Ayers, entre otros, quedaron impávidos antes sus inauditos trucos en el Bag O´Nails de Londres. Después, a comienzos del año siguiente, cuando el tipo prendió fuego la viola en el Astoria de Londres. Luego, claro, esos dos discos en hilera (Are you Experienced y Axis: bold as love) que devendrían determinantes para el acid rock salvaje, a cuatro canales, que marcó a fuego el año ’67. El talante revolucionario de temazos como el nostálgico “Spanish Castle Magic”, la bellísima “Little Wing”, “May this be love”, o esa oda a la danza indígena llamada “Castles made of sand” (algunos de ellos inspirados en lo que escuchaban Hendrix y Chandler en sus cotidianas recorridas por los pubs de londinenses) fueron nodales. Tanto que, de ser un poco conocido profeta en su tierra, Jimi pudo volver a Estados Unidos como un campeón. El Monterey Pop, festival en el que participó gracias a lo densos que se habían puesto Paul McCartney y Brian Jones con los organizadores, cayó rendido a sus pies cuando, hacia el final de su parte, el abismal y estrafalario violero volvió a inmolar su guitarra en fuego.
Eso del amor de Hendrix por las mujeres blancas no quedó en la anécdota escolar. En la tapa de Electric Ladyland (1968) hay alguna que otra bella mujer negra en el fondo, pero las que ocupan casi todo el foco central de la imagen son de esas rubias pulposas, desnudas, que probablemente Jimi trataba como a su guitarra… como un péndulo entre ternura y salvajismo. Sus inclinaciones sexuales, al contrario de ese mal trago que había tenido que pasar en el colegio, eran bienvenidas por las chicas de Carnaby Street. Tanto que la mala idea de castigar el atrevimiento iconográfico, a fuerza de censurar sus discos en algunos medios o en disquerías, no hizo más que aumentar el tenor de las fantasías sexuales colectivas, en una época que precisamente se esperaba y buscaba eso: la transgresión de hábitos y costumbres… el rechazo visceral a la moral victoriana.
En lo musical, Electric… ratificó lo que sus seres más cercanos sabían: el obsesivo apego de Hendrix al trabajo en estudio que lo llevaría hacer un show tras otro para bancar la construcción del suyo propio: el Electric Lady. Nadie podía entender los sonidos que el tipo le sacaba a su guitarra, así fuera a fuerza de tener que repetir treinta veces la toma de un solo. O de manipular el pedal wah-wah, los distorsionadores y las cajas de efectos cuantas veces quisiera. O de redimensionar el sonido a través de una pared de Marshalls al palo. O de improvisar riffs hasta parir lo desconocido. Cierto es que el minucioso trabajo en estudio venía de los discos iniciales –basta con escuchar el trabajo de guitarras al revés que implementa Jimi en “Are you Experienced?”, o el panning envolvente de “Exp”, por caso- pero fue en Electric Ladyland donde la perfección en estudio alcanzó su cenit. El trabajo de su voz en “Crosstown Traffic” no se puede creer. Tampoco cómo habla esa guitarra al comienzo de “Stil raining, still dreamin”, o la mística pieza que dedicó a su madre cherokee: “Gypsy eyes”.
El disco también significó llevar a cabo entre cuatro paredes un hábito que el guitarrista siempre había tenido los bares y sucuchos en los que se hizo: el de tocar tanto con conocidos como con desconocidos. Así fue que Jack Cassidy, bajista de Jefferson Ariplane, y el mismísimo Steve Winwood al órgano, lo ayudaron a sacar, a pura zapada, la imponente “Voodoo Chile”.
Lo que siempre había soñado, en un punto, se convirtió en su condena. La presión de los medios, el éxito, el público, los shows uno detrás del otro. Pasó sus últimos tres años en una especie de gira permanente. En su infancia y adolescencia anhelaba ser músico. Lo había conseguido, pero estaba envuelto en una trama de contratos y exigencias que lo iba minando. Lo mismo ocurría con la fama, súbita, brutal y aplastante. “No quiero ser más una estrella de rock, no quiero ser un payaso», llegó a declarar. De ahí su búsqueda y la intención de que su carrera tomara un nuevo giro. “Voy a formar una banda grande, ya no más un trío. Explorar por dónde me lleva eso”, le dijo a un periodista inglés en agosto de 1970.
Después de la fiesta de inauguración de su estudio, Hendrix viajó a Londres. En Europa lo esperaban actuaciones en un par de festivales, una gira escandinava y shows en Londres, la ciudad en la que se dio a conocer al mundo.
Cientos de miles de personas (el número según quien lo brinda oscila entre los 300 y los 600 mil) lo escucharon en el Festival de la Isla de Wight. El elenco era impactante: The Doors, Joni Mitchell, Leonard Cohen, Sly and The Family Stone. Tocó muy tarde -casi una costumbre suya- y el show presentó varios problemas, entre ellos de sonido.
En Suecia y Dinamarca era adorado. Allí hizo varias presentaciones. Luego, un nuevo festival. Esta vez en Alemania, en la Isla de Fehmarn. Otra vez la demora hasta la madrugada. Un diluvio y la tardanza hizo que el público lo abucheara y lanzara cosas al escenario. Hay que tener en cuenta que en esos festivales multitudinarios de fines de los sesenta, cada minuto que se atrasara un artista provocaba varios colapsos por exceso de alucinógenos y otras drogas. “Si me van a silbar y abuchear, por lo menos háganlo afinado”, pidió con sorna el guitarrista.
Ya en el escenario, ya con la música echada a correr, la magia se apoderó del lugar. Ese fue su último show en vivo.
En la medianoche del 18 de septiembre de 1970 subió al escenario para acompañar a War y a su líder Eric Burdon. Fue ovacionado como siempre. Tomó mucho alcohol y consumió algunas drogas rodeado de hermosas mujeres, también, como siempre. En algún momento, lo rescató -o lo monopolizó Monika Dannemann-. Ella era una de las varias novias que el músico tenía en simultáneo. Bien entrada la madrugada fueron al hotel en el que ella se alojaba en la capital inglesa, el Samerkand. Ella le preparó un sandwich de atún, conversaron y tomaron vino. Pese al cansancio y la hora, Hendrix no podía dormirse. Le dijo a Monika que iba a tomar algo para hacerlo. Ya eran casi las 7 de la mañana. Ella casi enseguida concilió el sueño. De ahí en adelante, los hechos (o el relato de ellos) se vuelve impreciso.
Monika asegura que ella se despertó tres horas después y que, al verlo dormido, decidió bajar a comprar cigarrillos. Recién cuando regresó, notó que, acostado, boca arriba, un delgado hilo de vomito se deslizaba por sus labios. Intentó despertarlo y al no obtener respuesta pidió ayuda. Esta es una de las versiones que dio la mujer (muerta en 1996 cuando tenía 50 años presuntamente por suicidio). Se contradijo varias veces en los siguientes días. En algún momento dijo que apenas se despertó vio el cuadro que la preocupó y que se desesperó al no poder despertarlo.
Otras versiones dicen que ella se asustó y llamó a Eric Burdon, con quien habían estado hasta hacía unas horas. Él le dijo que llamara de inmediato una ambulancia, pero ella repuso que eso era imposible: la prensa se enteraría y había demasiadas drogas en la habitación. Burdon le pidió que llamara a emergencias y que tirara las drogas por el inodoro. La ambulancia llegó rápido al hotel, pero permaneció un buen rato en él. Más de media hora. Las hipótesis son varias: algunos sostienen que Monika demoró en abrirles varios minutos porque estaba eliminando las sustancias incriminatorias; otros dicen que los que lo retuvo fue que ahí mismo le hicieron las maniobras de resucitación pero que todo fue infructuoso; mientras están los que creen que en ese tiempo trataron de estabilizar sus signos vitales.
Los relatos contradictorios continúan. Hay testigos que sostienen que a la ambulancia subió con vida; otros juran que era llevado con la cabeza colgando para atrás -empeorando la situación de ahogo-. Uno de los médicos afirma que el guitarrista llegó muerto, mientras otro declaró que el deceso se produjo en la guardia hospitalaria.
Los años en vez de aportar claridad, sólo profundizaron las versiones encontradas y las sospechas. Se habló de muerte accidental, de suicidio y hasta de homicidio (en ese caso las sospechas siempre apuntaron a Monika pero como instrumento de la CIA o el FBI por el nexo entre Jimi y las Panteras Negras: una teoría nada verosímil). Cada uno de los que enarbolan una teoría la defienden enfáticamente.
La versión “oficial” es que se ahogó en su propio vómito, camino al hospital. Que eso ocurrió por la impericia de unos enfermeros que lo pusieron boca arriba en la ambulancia, tras encontrarlo inconsciente en la habitación del hotel que compartía con Mónica Dannerman. Una hipótesis más reciente, en cambio, habla de asesinato. Afirma James Wright en su libro Rock Roadie (2009) que en realidad lo mató Michael Jeffery. El presunto asesino era su manager y, según el libro, éste pensaba que Jimi estaba por abandonarlo, y no quería perderse el multimillonario seguro de vida que había contratado. La versión no es descabellada, dado que Wright era tan cercano a uno como a otro, y asegura que Jeffery se lo confesó personalmente un año después del hecho. Pero dos cabos sueltos nublan la posibilidad. Una es que el empresario ya no está para ratificar sus posibles dichos –murió en 1973-, y otra es que no se entiende por qué Wright demoró tanto en hacer pública la noticia.
Lo que se determinó fue que Hendrix había tomado entre 8 y 9 Vesperax, un somnífero fuerte. Lo habitual para cualquier persona era tomar una pastilla o una mitad. Pero entre sus habituales mezclas de drogas y alcohol y el uso casi cotidiano de este medicamento, una sola pastilla no hacía efecto en Hendrix, quien se quiso asegurar dormir una buena cantidad de horas.
Según uno de los doctores tenía tanto vino en el cuerpo que “Parecía como si hubiesen volcado una botella en su garganta”.
El informe final determinó que la causa de muerte fue “inhalación de vómito debida a una intoxicación con barbitúricos”.
La racha, ese año, había empezado 15 días antes y terminaría un mes después. El 3 de septiembre en unas colinas que quedaban detrás de la casa de uno de sus compañeros de banda, fue encontrado muerto por sobredosis Alan Wilson, líder del grupo de blues Canned Heat: su desaparición fue opacada por las dos que le siguieron. Un mes y un día después, la que murió fue Janis Joplin. En el medio de ellos, Hendrix. Los tres además de ser músicos tenían 27 años.
Eran tiempos salvajes, de excesos. Pero la coincidencia de la edad hizo que se hablara del Club de los 27, edad que muchos grandes de la música no pudieron superar. La lista es profusa: el pionero fue Robert Johnson, luego en 1969 Brian Jones. Después de la tríada de 1970, a mediados del año siguiente fue el turno de Jim Morrison. Y más acá en el tiempo se agregaron a la macabra lista Kurt Cobain y Amy Winehouse, entre otros.
Después de la muerte de Jimi Hendrix siguieron apareciendo discos suyos. Inéditos, descartes, shows en vivo. Se publicaron más de 50 álbumes con su música. Medio siglo después de su muerte su música sigue viva. Unas semanas antes de morir había declarado: “La expresión volar la cabeza es válida. Pero vamos a darle a la gente algo que le va a volar la cabeza, pero mientras se la esté volando, va a haber algo que le va a llenar ese hueco. Va ser una música absoluta”. El tiempo confirma que lo consiguió.